Un sábado tempranito a las 06:30 h nos reunimos frente al
departamento de uno de los caminantes, cargamos la minivan y
partimos rumbo a Marcahuasi! De los 9 integrantes del grupo el menor
fue Mateo de 10 años, quien muy animado no dudó en unirse al grupo y
participar de esta aventura. Entre chistes y comentarios sueltos
parecíamos todos tener esa misma edad y con mucho entusiasmo y
abiertos al asombro emprendimos un viaje en el tiempo hacia la
fortaleza de Marcahuasi.
Para salir de la agitada ciudad de Lima tomamos la Panamericana, nos
dirigimos hacia el norte y tomamos la vía a la Carretera Central.
Pronto llegamos a Chaclacayo, pasamos Chosica. En Santa Eulalia
tuvimos que tomar un desvío debido a la reparación de desagües en la
zona. Continuamos el viaje a través de otra trocha que nos llevaría
al pueblo que cuida la fortaleza a la que nos dirigimos, el pueblo
de San Pedro de Casta. Aunque en la antigüedad las fortalezas eran
las que cuidaban a los pueblos ... Algunas paredes del camino eran
increíblemente verticales y profundas, con lo que parecíamos unas
hormigas en esta gran cadena de montañas.
Desde el camino se podía apreciar Marcahuasi a lo alto, el sol justo
brillaba sobre sus rocosas crestas. Quién pensaría que seguíamos en
Lima, en la provincia de Huarochirí. Es en estos viajes que uno se
da cuenta del pequeño mundo en el que uno vive. Sólo unos pasos más
allá podemos encontrar realidades impresionantes que alimentan la
curiosidad y el espíritu.
Finalmente llegamos al pueblo de San Pedro de Casta después aprox. 3
horas de camino. Dejamos el carro cuadrado en el garaje de la
primera bodeguita que hay a la entrada del pueblo. Una señora muy
amable se ofreció a cuidarnos el carro y con cierta sorpresa aceptó
un pago a cambio, que era indefinido hasta ese momento. Con este
amable recibimiento, nos dimos cuenta que entrábamos a una vida que
alberga una gran inocencia y capacidad de servicio desinteresado.
Cosa que en la ciudad ya muy poco se ve, por nuestra gran cultura
comercial de intercambio inmediato.
Lo primero que teníamos que hacer era registrarnos en el libro de la
oficina de turismo para que sepan quiénes están subiendo por este
camino bien marcado que lleva a diferentes destinos, uno de ellos la
fortaleza de Marcahuasi. Encontramos un señor que nos prestó el
servicio de llevar el equipaje con unos burritos y un par de
caballos que llevarían a los caminantes que preferían ser cabagaltes
en este largo y tedioso camino. Así es como Alex y Erika
emprendieron la experiencia de cabalgar por estos caminos que
bordean la montaña y aunque se salvaron de caminar tuvieron que
dominar a estos amigos cuadrúpedos y mantener la calma cuando
pasaban por algunos barrancos y partes difíciles donde hasta los
caballos podían perder el equilibrio, sin contar las ramas que
tenían que sortear para no llevárselas consigo. Así que todos
atentos y disfrutando del paisaje comenzamos a avanzar por la ruta
que nos tomaría aproximadamente 3 horas.
Los que caminamos pronto empezamos a sentir los casi 4000 metros de
altura a los que nos acercábamos. Y la viada del inicio se
desaceleró rápidamente. Entonces concentrados en nuestra rala
respiración cada uno encontró su ritmo y poco a poco nos adaptamos
al nuevo clima y a la altura. Durante el camino nos refrescaba el
infaltable agua que necesitábamos por montones, pues hace calor, es
clima de sierra y algunos piqueitos que cada quien llevó de acuerdo
a su antojo. Adjunto algunas fotos para que el que no ha ido todavía
o no se acuerde de su última visita al lugar puede hacer un paseo
virtual.
Llegando a la meseta que encontramos un cartel que indica que
estamos en Portachuelo, donde tenemos dos caminos principales para
elegir, caminar hacia el anfiteatro o dirigirnos hacia la fortaleza.
Nuestro destino ya estaba marcado, así que todos a la fortaleza, que
queda un poquito más lejos, pero si ya estás ahí más vale conocerla.
Hasta ahí debo decir que fue un gran esfuerzo físico, no es algo que
se camina todos los días y menos si uno está acostumbrado a
transportarse en carro por todas partes. Cada paso, sin embargo, es
un regalo de la naturaleza, pues el esfuerzo de cada célula del
cuerpo agradece el aire puro y la conexión que uno siente con la
tierra a la que pertenecemos, como si cada paso te llevara más hacia
tu origen, donde no necesitas mucho y gozas lo que te está
sucediendo.
Por un momento el grupo se separó, así unos tomamos un camino por
aquí y otro por allá. Al final todos llegamos al mismo lugar, unos
antes, otros después, pero aquí el tiempo es bastante irrelevante.
Pude observar como cada caminante experimentaba la caminata a su
estilo y a su ritmo, haciendo la caminata una parte de su propia
expresión. Mientras unos avanzaban eficientemente por el camino
hasta la fortaleza, otros miraban a su alrededor y tomaban fotos a
las maravillas que los rodeaban, otros esperaban un poco y se unían
al paisaje, como si siempre hubiesen estado ahí, fundiéndose con él
y conversando o comiendo sin apuro sobre una roca o un pedazo de
ichu trinchudo.
Al mirar alrededor se observaba una que otra vaca pastando
pacíficamente los pastos casi secos que esta región puede ofrecer y
parecía ser realmente un manjar para sus paladares. Se percibía una
perfecta armonía entre lo que denominaríamos incomodidad aquí en la
ciudad, pues entre rocas volcánicas y aguas sentadas que formaban
unas pequeñas pero pintorescas lagunas, no había nada que agregar a
esta hermosa pintura viviente que estábamos apreciando. El cielo
profundo y azul nos cubría mientras los últimos rayos de sol
trataban de calentar nuestros aún desabrigados cuerpos. Poco a poco
la sombra fue haciendo lo suyo y en el campamento pudimos percibir
el frío seco e intenso de estas alturas de puna.
A armar las carpas, nuestros nuevos hogares. Así que con cariño y
dedicación colocamos los insulates y bolsas de dormir usando
mochilas y casacas de almohada. Ya era hora de un buen almuerzo pues
los piqueos quedan cortos después de tanta caminata. En esos
momentos nuestras cocinitas a gas y pequeñas ollitas no tenían nada
que envidiar al mejor restaurante, pues teníamos toda la atención en
la preparación de nuestra comida. No había más que hacer, salía una
cosa tras la otra. Mmmm, que rico fue cada bocado. Los fideitos se
terminaron pronto y llevamos hasta queso parmesano para darle un
toque final a la pasta. Juan Luis nos engrió con algunas
delicatessen extraídas de su casa.
Ya con los estómagos satisfechos empezó a caer la noche, el
atardecer estuvo espectacular como siempre, una función que siempre
se repite y no deja de asombrar. Empezaron a aparecer las primeras
estrellas. Todos esperábamos ese momento. De pronto otra y otra
comenzaron a alumbrar el cielo. Gracias a la brillante idea que
tuvieron cuando cargaron los burritos, trajimos algo de leña y con
unas ramitas del lugar prendimos una acogedora fogata. Alrededor de
ella nos echamos y apreciamos el cielo atentos a las estrellas
fugaces que pronto se dejaron notar. Hubieron más estrellas fugaces
que deseos. Fuimos a dormir más ligeros, ya sin deseos pendientes
pues fueron al cosmos con cada estrella que pasó como apurada frente
a nuestros ojos.
Al ver este manto estrellado recordé el comentario que escuché hace
poco, que cada estrella es una mirada al tiempo, pues aunque parezca
estar ahí en realidad puede que ya no exista en ese momento. Muchas
estrellas desaparecen constantemente, pero no lo percibimos en ese
instante, porque cada estrella está a una distancia luz determinada,
pueden ser miles de años luz. Y con el tiempo tan relativo y la
duración de nuestras vidas en estos cuerpos humanos tan cortas en
relación a la distancia de las estrellas disfrutamos de los momentos
de silencio frente al imponente cielo brillante y comentamos algunas
cosas sueltas y temas que salen de lo rutinario, adornando este
momento con aires de magia y misticismo.
Finalmente al terminar el fuego de la fogata, con el frío que se
sentía ya muy intenso Mila y Martín decidieron entrar a su ratonera
para estar más abrigados, descansar los pies y disfrutar de unas
largas horas de sueño sobre esta meseta que nos prestaba su
pedregoso pero acogedor suelo. Luego seguimos ese mismo ejemplo y
uno a uno nos fuimos a dormir a las carpas, menos Juan Luis que
aprovechó esta noche para fusionarse con las rocas y las estrellas y
permaneció toda la noche al aire libre, claro, abrigado con su bolsa
de plumas y gorro.
Algunos sintieron los efectos de la altura durante las horas de
sueño, el muy popular soroche trae sus inevitables efectos a algunos
organismos desacostumbrados a la altura y al escaso oxígeno que aquí
se respira en las primeras horas de adaptación. Pero nada dura para
siempre, así que pudimos descansar relativamente bien, seguro
extrañando un poco las suaves telas de un buen colchón, cosa que
haría más gratificante las siguientes noches en nuestra cama,
algunas de las cosas que uno empieza a apreciar cuando tienes lejos
estas pequeñas cosas que creemos obvias pero no lo son. Así pasaron
las horas de la noche.
Al amanecer asomé mi cabeza por la puerta de la carpa y pude divisar
algunas vizcachas. A pesar del frío la curiosidad pudo más y metí
mis pies bultosos por la doble media en el zapato y comencé a jugar
buscando vizcachas. Era increíble cuántas se dejaban ver. Estaban
como esperando que les cayera los primeros rayos del sol, inmóviles
y nerviosas, algunas solas y otras en parejas. Desde el campamento
se veían claramente las paredes antiguas que algún pueblo lejano en
el tiempo construyó. Entre las alfombras de las grandes rocas
volcánicas que aparentaban la lava recién derretida y endurecida se
dispersaban rocas partidas, formando una cantera, quien sabe, seguro
habrían muchas más construcciones de las que se ven, porque esas
rocas no pertenecían a ese paisaje.
Subimos a la misma fortaleza y nos encontramos en la cima de todos
estos abismos que miran la carretera por la que vinimos, el valle de
Santa Eulalia seguramente. Todo se veía tan lejano y lo que teníamos
a la mano eran estas construcciones tipo chulpas que ocultaban su
contenido, pues estábamos en una especie de techo. Hay algo muy
poderoso que emana de este lugar tan cercano al cielo. Observando
todas esas rocas particulares medio derretidas nos inspiramos a
interpretar sus casuales formaciones transformándolas en animales,
rostros, objetos, todo se presta para esto.
De regreso al campamento nos despedimos de esta vista impresionante
que otros ojos vieron antes y tomamos un rico desayuno,
terminándonos las últimas raciones de comida. Empacamos todo, los
señores del pueblo habían regresado con los burritos y los caballos.
Pasamos nuevamente por estas hermosas lagunas de cuadro. Observamos
el anfiteatro por arriba y los que estaban a caballo lo atravesaron
por abajo, dejando nuestras huellas en estos campos de pura roca
volcánica y llevándonos en el alma esta experiencia. Pasamos por un
bosque de cactus. Dentro de sus articuladas formaciones le daba un
verdor muy contrastante con el fondo árido del cerro. Habían
diferentes aves que visitaban la flora existente y también algunas
florecillas tímidas que se asomaban para ver la intensa luz del sol.
El camino de bajada se nos hizo más rápido que de subida. Antes de
llegar al pueblo nos despedimos de las mismas señoras que nos vieron
subir el día anterior y nos alentaron con un “no creo que lleguen
hasta la fortaleza”, mientras reían por nuestra meta autoimpuesta.
Al alcanzar las primeras casitas observamos cómo el pueblo trabajaba
en conjunto preparando la fiesta de San Pedro que se avecinaba y con
esta muestra de trabajo solidario dejamos el pueblo no sin antes
despedirnos de la señora de la bodeguita y agradecerle por habernos
permitido cuadrar en su terreno.
Salimos de San Pedro planeando comer una rica pizza en Chaclacayo.
Motivados quizás por el hambre bajamos la trocha bien agarrados
mientras rebotábamos en los asientos traseros de la minivan y los
que habían planeado dormir no lograron cerrar el ojo en este agreste
camino de tierra. Y al igual que en la subida los comentarios se
tornaron en chistes y conversaciones amenas. Nos despedimos de
Marcahuasi desde la otra parte del cerro y fuimos bajando hasta
llegar abajo al valle.
La trocha tenía algunas complicaciones sobre todo cuando venía un
carro del otro sentido, pues no hay que olvidar que había espacio
para uno no más. Nuestros estómagos estaban listos para la pizza y
viendo el reloj con esperanza que nos alcance el tiempo nos
dirigimos a la pizzería donde todos cubiertos del polvo de
Marcahuasi entramos dispuestos a comernos todo. Que rico es comer
con hambre de verdad. Con una sangría para celebrar nuestra aventura
hicimos un «salud» y disfrutamos del banquete.
Al llegar a Lima nos despedimos con fuertes abrazos por haber
compartido esta experiencia. La semana que siguió al viaje parecía
ser igual que las anteriores, sin embargo, algo había cambiado, como
explicarlo, mejor hagan la caminata por ustedes mismos y nos cuentan
qué experimentan .
Texto y fotos: Erika Dopf